Medio siglo de cientos de rosas plantadas por amor a una mujer llamada Rosa. Hoy, Silvia - la nieta de aquella historia de amor- mantiene las flores con vida.
A pocos metros de la ruta 22, sobre calle Bejarano, como escondido del tiempo y de las heladas; se encuentra este maravilloso jardín de rosas de más de medio siglo de existencia. Silvia nos atiende. Ella no sabe de nuestra visita, y sin embargo está vestida de rosa. Literal y metafóricamente. De un pelo bordó borravino que nos alucina, que combina a la perfección con sus cejas y con un labial y su correspondiente delineador de labios ,a los que no les importa que sean las 10 de la mañana. Una camisa leñadora que traza con rayas los colores de las rosas de su jardín; calzas floreadas y ojotas rosas. Silvia muy amablemente deja de cocinar el arroz con pollo de su almuerzo, flamea su repasador al hombro, y cálidamente nos empieza a contar la historia de amor del jardín de rosas de sus abuelos al que ella hoy le dedica su vida.
“Este jardín lo plantó mi abuelo Simón Riba por amor a mi abuela Rosa. Era la luz de sus ojos. Qué mejor que regalarle rosas a su Rosita. Él plantó distintas especies de distintos colores, las compró a Rosauer y las agrupó por colores formando triángulos de cada color; así que si alguna planta muere la reemplazo por un nuevo rosal del color original. Las preferidas de mi abuelo eran las rojas, las de mi abuela las naranjas y las mías las floribundas rosas.”
Silvia conserva y usa las mismas herramientas que utilizara su abuelo para hacer la jardinería. Las guarda en un garaje que tiene más de caja de pandora que de garaje: “Este es el azadón, lo uso para remover la tierra,se sacan los yuyos de raíz. El escardillo hace la misma función pero por entre medio de las plantas . El rastrillito lo uso para ir emparejando la tierra después de que le saqué los yuyos.”
El rosedal de Simón, hasta hace poco, era el hogar de la rosa más anciana de la ciudad. Nacida de un brote que pasó de generación en generación, de patio en patio, por la vida de los Riba. “Era una rosa de un color fucsia que ya no existe más”, se lamenta Silvia. Pero la última tormenta de viento de septiembre del año pasado causó la destrucción total de este rosal de 100 años. Ahogadas por el tronco de un añoso pino vecino, sus raíces dejaron de tocar la tierra por primera vez después de un siglo de existencia. Intentaron por todos los medios de rescatarla, pero fue imposible. Una rama del pino había decidido que él sería su verdugo. “A todos los demás rosales, con mi hermana, les fuimos sacando las ramas con cuidado para no romperlos, pero ése no se pudo salvar...una rama lo había desraizado todo , no hubo manera.”
Silvia, todavía lo llora, “debe estar en el cielo perfumando a las mujeres de la familia”, le decimos en un intento de consuelo, “Si, yo creo que creo que si” nos responde y se seca las lágrimas.
Silvia Riba tiene 47 años, un par de perros, una hermana, dos sobrinas, un pequeño corte en su mano derecha, un pinchazo en la izquierda y cientos de rosas con espinas que calzan a la perfección con todo lo anterior. A la pregunta sobre su ocupación u oficio, ella responde: “Me dedico a cuidar estas rosas.”